sábado, 10 de julio de 2010

La ciudad en vértigo

 La historia comienza así: Mario Vargas Llosa camina por una calle de la Ciudad de México, hace frío y es de noche, una noche de luna llena y cielo despejado. Vargas Llosa camina con postura un tanto castrense, barbilla levantada y rítmico balanceo de brazos. Todo parece un truco, una artimaña corporal para que nadie se acerque. A su paso muchos lo reconocen y él los ignora con sutileza magistral.
El sitio por el que camina está en la colonia Narvarte, uno de esos barrios que otrora pertenecieran a la pujante clase media, y que para cuando él pisa sus calles, se ha convertido en un almacén de oficinas y edificios de alquiler.
Vargas Llosa camina y yo lo reconozco tras dudar unos segundos. A partir de entonces lo miro con intensidad, le busco los ojos pero él no se digna; es un hombre acostumbrado a estas situaciones, pasa a mi lado, es más alto y fuerte de lo que pensaba.
Decidí seguirlo aunque no de forma inmediata. Todo había sido relampagueante. Yo, escritor, mi barrio, él. Tenía la esperanza de que sintiera el acecho y me regalara un gesto, algo que sacudiera su voluntad de hierro. Lo miré alejarse hasta que empecé a no distinguirlo, a perderle el rastro. Entonces corrí. Lo alcancé en una calle perpendicular a la primera, una calle solitaria y oscura donde sólo se oían mis pasos y los suyos. A pesar de eso, él no volteó, no quiso verificar quién andaba tras de sí.
En la Ciudad de México la gente desarrolla una capacidad  inigualable para el miedo y la supervivencia, una capacidad de reacción innata ante cualquier situación que involucre una calle oscura y unos pasos a su espalda. Pero Vargas Llosa no ha desarrollado  ninguna  de esas cualidades y aparentemente no las necesita, las suyas parecen de eficacia probada. El hombre sólo camina y yo lo sigo empeñado en manifestar mi presencia, piso con mayor fuerza, salto para agitar las ramas de los arbustos que encuentro a mi paso y, justo cuando evalúo la posibilidad de un descarado silbido, él se detiene, duda unos segundos, parece verificar mentalmente un sitio, quizá una dirección. Yo lo veo todo a mitad de la calle, absorto de sentirme como un fantasma me pellizco para verificar mi condición, estoy más vivo que nada, más despierto que cualquiera, eso pienso justo cuando Mario desaparece de mi vista.
Me detengo frente al edificio en el que entró. Por un instante el paisaje me parece conocido pero no recuerdo los motivos de mis incursiones por aquellos espacios, colindantes con el Viaducto Miguel Alemán y la colonia Doctores. Pasan un par de niños en bicicleta, se persiguen uno a otro, ambos me miran directo a los ojos, pienso otra vez que estoy vivo y que no soy un fantasma, maldigo entonces mi huella mexicana, ese Pedro Páramo que se oculta para salir como espinilla en el momento menos esperado. Se enciende una luz en el tercer piso, pienso que ha pasado el tiempo exacto para que un hombre con la edad de Vargas Llosa, con todo y su corpulencia, suba tres niveles. Lo imagino entrando al departamento donde alguien lo espera, lo imagino sentado en un sillón, lo imagino fumando un habano y charlando de literatura francesa, quizá literatura rusa o alemana;  lo imagino escuchando atentamente un par de anécdotas, riendo educadamente mientras yo, aterido en la calle más solitaria de la colonia, espero impaciente, de pie, sin quitar la vista del sitio donde él acudió para visitar a un amigo mexicano de juventud, un amigo que frecuenta poco y al que no ve hace mucho, al que no ve nunca, una visita un tanto cordial y otro tanto comprometida, el hombre fue a recogerlo al aeropuerto y ha sido muy amable, es profesor de literatura y habrá que beberse un par de copas con él, quizá una cena ligera, conocer a la esposa e hijos, escuchar discos, algo típico mexicano o algo que él escogiese gracias a la amabilidad de su anfitrión, agradecer las atenciones y salir antes de la media noche.
Las luces del departamento se apagan. Tiempo después, muy poco tiempo después en realidad, Vargas Llosa abre el portón del edificio, y sin dubitaciones, da media vuelta a la derecha y se echa andar con pasos casi marciales. Otra vez, no me mira, pasa justo frente a mí, pero no me mira. Camina rápido, para entonces lo sigo sin empacho a sabiendas que no volteará, aunque estoy seguro que ha notado mi presencia.

Caminamos muy poco, un par de calles y Mario se adentra en un sitio de luminosidad discreta que yo frecuenté hace algunos años, y que ahora luce distinto, solitario, casi mortuorio. Decido que es momento de entrar al lugar. Cruzo la calle, me palpo los bolsillos conociendo previamente el resultado. No hay posibilidad de entrar sin dinero así que pierdo la esperanza y regreso a mi sitio preferencial de vigía noctámbulo. Vargas Llosa me regala dos o tres apariciones más. Todas igual de efímeras y brumosas; incomprensibles, estoy seguro que ahí adentro suceden cosas extrañas.
De pronto, sale Vargas Llosa con un perro en brazos, en realidad es un cachorro con un moño de regalo anudado en la cabeza, me toma distraído, camina directo hacia donde estoy, el mismo paso, la misma cadencia, el animal que carga no altera su estampa. Lo veo a los ojos y triunfo. Me ve, estoy seguro de que sus ojos encuentran los míos por algún momento. Quiero abordarlo pero el hombre pasa sin advertirme, rozando mí codo con el suyo, no altera el ritmo al percibir  que mis pies se posan justo en las huellas imaginarias que dejan los suyos sobre el asfalto.
Esta vez caminamos más, no lo suficiente para abandonar la colonia pero sí para que emerjan todas mis suspicacias. Daba la impresión de que Mario caminaba en círculos, hacia ninguna parte o hacia todos lados, como si intentara extraviarme, como si hubiese caminado toda la noche en un duelo personal, en un cuadrilátero que sólo él y yo percibíamos.
Al fin se detiene en la banca de un parque. Supongo que es momento de que el perro orine, pero me equivoco. Mario saca un cordón fluorescente de la bolsa del pantalón. Se acerca a un árbol y amarra al animal. Segundos después emprende la marcha con la actitud característica. Paso a un lado del perro y mueve la cola, me provoca acariciarlo, otra vez siento alivio y otra vez pienso en Pedro Páramo y no queda más que reír. Me carcajeo sin preocuparme por Vargas Llosa que, tal y como esperaba, aprieta el paso. Cada vez caminamos más a prisa y cada vez es más obvio que me ha descubierto. Andamos y andamos sin ir a ninguna parte, moviéndonos en círculos que, a no ser por la cuadratura urbana, podrían considerarse perfectos.
En algún momento el perímetro se rompe y transforma, Vargas Llosa acelera el paso y camina  en línea recta, pasamos por lugares y esquinas que a la velocidad que vamos, casi a trote (él sin perder la postura), a esas horas de la madrugada  se confunden con todas las formas del mundo. Calles y más calles, el silencio de la noche y nuestros pasos, uno tras otro, acompasados y equidistantes. Mario se apresura, acelera más y más hasta  que todo es vértigo y casas y jardines y perros que ladran. Todo me parece conocido un segundo y al siguiente extraño. Mario se detiene frente a un edificio que reconozco. Abre el portón de la calle  con habilidad extrema y se adentra sin miramientos. Me parece increíble, voy tras él, estoy decidido. Sube las escaleras hábilmente, se detiene frente a mi departamento, toca el timbre, se abre la puerta, mi puerta.  Lo tengo justo donde quería, me busco las llaves en el bolsillo, no encuentro nada.  Toco el timbre, nadie abre, afuera amanece y yo decido esperar a que Mario salga.

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