viernes, 2 de julio de 2010

La musa hematófaga


 Hace tiempo fui huésped de Juan Rulfo. Y cuando digo esto, lo hago en términos clínicos, no inmobiliarios. Me explico, más que vivir con él, viví de él. Soy un parásito, más exacto, un Pediculus humanus, un piojo.


Sin embargo, lo que más me gustaba de Juan Rulfo no era su sangre. Siempre fui un piojo muy diferente al resto, el único -de los ciento cincuenta huevecillos que puso mi madre- con intereses cosmopolitas y refinados. Mientras otros pueden pasar toda una vida en la misma cabeza para asegurarse el alimento diario, yo he recorrido sitios insospechados en busca de pasiones artísticas que algunos considerarían extravagantes.
No fue difícil localizar a Juan, aunque la noche en que llegué a su cabeza me agoté como nunca y embriagué hasta el cansancio. Fue durante la fiesta de cumpleaños de un escritor. Rulfo bailaba danzones con algunas jóvenes y bebía sendas copas de oporto. No tuve dificultad para encontrarlo, pero me fueron necesarios varios pasos (porque los piojos no brincamos) y posibles caídas, para  llegar hasta su escasa cabellera. Me instalé en un espacio agradable, cerca de la coronilla y el remolino, donde estaban sus cabellos más robustos. Ahí aguardé varios minutos sin moverme apenas.
Era divertido. Había mucho movimiento y pronto me sentí cómodo e incrusté mis colmillos en el cuero cabelludo. Bebí hasta saciar la sed y el hambre que ocasionó el viaje. Fue cuestión de minutos para que la concentración de alcohol, que para ese momento circulaba por las venas de Juan, me hiciera efecto a mí también. Se me subieron los colores y me di valor para intentar un primer acercamiento.
Normalmente, cuando quiero que me escuchen,  voy al lóbulo de la oreja y de ahí al canal auditivo, entonces entablo conversación. En mi interlocutor la reacción siempre es más o menos parecida, piensan de pronto en la locura, en Dios y en otras cuestiones metafísicas.
Rulfo estaba demasiado ebrio como para preocuparse. Tras algunos intentos fallidos, en los que estuve apunto de caerme de su cabeza lo que hubiese resultado fatal, pues seguro no habría sobrevivido a los pisotones en pleno salón de baile- logré instalarme en su oreja. Ahí, tomé aire y aún sin saber bien a bien lo que iba decir,  salieron las palabras. Señor Rulfo, señor Rulfo, ¿me escucha?
Por un instante Juan pareció detenerse, un espasmo apenas perceptible que le hizo perder el paso. Señor Rulfo, diga si puede escucharme, insistí. Entonces él se disculpó con la dama, a la que por cierto no había dejado en toda la velada, y se dirigió al sitio donde estaban las bebidas. Ahí se tomó tres whyskies. Cinco canciones más tarde tuvieron que llevarlo a casa.
Contrastaba su lucidez mental con la precariedad que caminaba Yo seguí bebiendo su sangre y me encontraba en condiciones similares. Fue entonces que ataqué de nuevo. Juan, yo sé que me escuchas, no te espantes. Tras decirlo, sentí que él dejaba de respirar. Era obvio que estaba asustado; se erizaron sus poros y la cabeza pronto comenzó a perlarse de sudor.
Entonces sucedió algo que no esperaba.



-Sí, te escucho, ¿quién eres?- me dijo y cerró los ojos, como esperando una revelación divina.
Era un momento delicado. Mi experiencia me decía que tenía que trabajar más el ambiente, no podía decirle de golpe que era un piojo. Como ya dije, aquello podría llevar a Juan al médico o al brujo. A algunos les resulta más sencillo volverse locos que aceptar la existencia de un piojo que realiza comentarios críticos a su obra o hace sugerencias de orden estético.
¿Tiene idea de quién le habla? Pregunté para tantear los terrenos y saber en qué andaba su pensamiento.
Otra vez, para mi sorpresa, Juan respondió afirmativamente.
-Sí, creo saber- dijo arrastrando un poco la voz, sin abrir los ojos.
Apenas terminó la frase, tomó aire y mojándose los labios continuó:
-Una musa.
Al escuchar aquello estuve a nada de explotar a carcajadas. Vaya vaya, pensé.
Así es Juan, que bueno que me reconozcas, soy tu musa. Al escuchar eso, esbozó una sonrisa que fue absorbida por los gestos propios del soñador. Casi al instante, ambos nos quedamos dormidos.
Al día siguiente Rulfo despertó a mediodía con una resaca terrible. Yo tardé bastante en despabilarme y tuve que buscar el desayuno entre la cabeza de su mucama, pues la sangre de Juan aún guardaba restos de alcohol que me hubieran regresado al estado etílico.
Cuando satisfice mis necesidades más básicas, busqué a Juan, quien para entonces ya trabajaba un texto con dos aspirinas y café de por medio. Antes de continuar la conversación pendiente preferí echar una mirada a su trabajo. La hoja estaba casi en blanco, había escrito un par de renglones y batallaba seriamente para continuar la idea. Pensaba largo tiempo y apenas posaba sus dedos sobre la máquina, se arrepentía y daba pronunciados sorbos a su trago.
Entonces decidí atacar de nuevo. Juan, soy tu musa, ¿me recuerdas? Él volvió a paralizarse, como si hubiese estado esperando la confirmación de un fallo en su cordura. Se llevó las manos al rostro y se mantuvo quieto. Juan, no pasa nada, simplemente he venido platicar contigo. Tranquilo, no te asustesmejor cuéntame, qué haces, qué escribes. ¿Es una novela eso que te tiene angustiado?
Apenas escuchó aquellas palabras, Juan Rulfo decidió suspender su trabajo frente a la máquina y el resto del día se mantuvo en cama tomando infusiones de valeriana. Yo aproveché para leer algunos de sus textos, ayudado por un imprevisto ventarrón que se coló por la ventana y dejó el estudio tapizado de hojas mecanografiadas.
Se trataba de una novela sobre un hombre que busca a su padre en un pueblo fantasma. La idea no era mala, aunque el desarrollo de la historia dejaba mucho que desear. Sin embargo, con mi ayuda, pensé, podría llevarla a buen término, y a cambio,  le pediría algo simbólico.
Los días siguientes estuve en silencio. Juan pensó que necesitaba un descanso y nos fuimos de vacaciones a una cabaña en el bosque. Hacía mucho frío y él se dedicó a beber coñac y leer novelas sentado en un sofá. Yo tiritaba a la menor provocación y aproveché para recuperar calorías comiendo hasta el hartazgo. De regreso a la ciudad, Juan parecía tener nuevos bríos y se rascaba la cabeza sin pudor: las huellas de mi presencia eran evidentes
Esta vez, antes de intentar un nuevo acercamiento, dejé que Juan tomara ritmo con el texto. Había escrito sin parar durante más de tres horas. Yo, postrado en su hombro como si fuera perico y no piojo- estaba al tanto de cada verso mal conjugado (que eran muchos), y de todas las cacofonías (que eran más).
Así, durante un arranque de desesperación (nunca he sido tolerante frente a la torpeza artística) decidí que no importaban las consecuencias, alguien tenía que componer ese legajo de imprecisiones.
¡No, Juan, no! Quita ese verbo, tacha el adjetivo, así no, mejor así, agrégale esto, pule esto otro, subraya esa idea, no vendas la trama, ¿por qué mejor no inicias así o asado? ¡Concéntrate Juan!, pule, limpia, tacha, corta, lugares comunes no, Juan por dios, qué haces, esa hoja no vale nada, todo el capítulo no vale nada, ay Juan, ay Juan
Me escuchó sin decir palabra. No interrumpió en ningún momento. No gesticuló y, para mi sorpresa, comenzó a tomar nota de mis sugerencias. El resto de la jornada corrigió como desesperado. No había duda, hacíamos buen equipo.
Las semanas siguientes trabajamos como nunca. Juan producía diez o quince cuartillas diarias y yo corregía un noventa por ciento. Nunca ponía reparos ni cuestionaba mis decisiones. Era lógico, nadie tiene el valor de contrariar a su musa.
Sin embargo, comenzaron a suceder cosas que yo interpreté erróneamente como gajes del oficio, inherentes a la condición de ser piojo. Tan instalado estaba en el buen comer y en la elaboración de nuestra novela, que en un par de ocasiones los dedos de Juan, que para entonces ya se rascaba de manera intempestiva la cabeza, me rozaron el vientre, lo que pudo haber terminado con la parte central de mi cuerpo reventada. También, comencé a sentirme cansado en las mañanas después de que Juan se duchaba con un jabón que me retorcía las tripas.
Fueron días de adrenalina. Para el momento en que se vislumbraba el final de la historia, mis fuerzas estaban muy disminuidas. Era necesario pensar en el precio que habría de cobrarle a Juan por mis servicios. Desde luego, la mía tendría que ser una ganancia moral, por lo que decidí pedirle que me dedicara la novela. Para mi musa, esa sería mi exigencia.
Tiempo después, cuando pusimos el punto final, tenía poca fuerza para hablar. El jabón de Rulfo me quitaba el hambre, había perdido la tercera parte de mi peso. Apenas susurrando logré pedirle que escribiera la dedicatoria. Dedícamela Juan, dedícamela, para mi Calíope Juan, para mi Calíope.
Él, lo hizo. Esbozando una sonrisa construyó una frase que no tuve tiempo para asimilar. Para este pinche piojo tan soberbio, escribió, y de inmediato comenzó a golpearse la cabeza para reventarme la barriga.

4 comentarios:

Fatima dijo...

Todos los escritores sin excepción alguna deberían ser atacados por musas hematófagas por lo menos una vez en la vida. Desvelos, paseos desesperados buscando una idea deben ser retribuidos por lo menos de esta manera. Buenísimo!

Sonia dijo...

De lo mejor que he leído últimamente en blogs... me ha encantado, felicidades.

Yareli dijo...

Quiero una de esas musas!

isaisrael dijo...

Grandioso