domingo, 15 de agosto de 2010

Suicidarse y comer elotes

La primera vez que asé un elote también me quemé los dedos. Por aquel entonces, vivía en un fraccionamiento que colindaba con varias hectáreas de cultivo de maíz, en el Estado de México. Era un niño, iba a la primaria. Todas las noches acompañaba a mi madre a la panadería para recibir mi recompensa: un flan o un churro relleno; las menos, un esquite o banderilla.

Entonces mi abuela se mudó con nosotros, y con ella, llegaron a mí costumbres septuagenarias que me parecían ajenas pero divertidas. Una noche acompañé a mi abuela a la panadería, y ella a diferencia de mi madre, se negó a cumplirme el antojo. Si quieres un elote, te lo preparo yo en casa, me dijo. Inmediatamente nos encaminamos hacia el final del fraccionamiento y ahí, en medio de una oscuridad que debió parecerme tenebrosa, me mandó a cortar las mazorcas. Regresé con un par de ellas y dijo que íbamos a necesitar más. Espérate aquí, ordenó, y la vi desaparecer en medio del campo. Minutos después regresó con el suéter lleno ( se lo había quitado para habilitarlo como costal) y nos fuimos a casa.

Ni creas que le vamos a poner mayonesa, esa cosa tiene mucha grasa, advirtió mi abuela en el camino.; como si a mí, a esa edad, me importara la puta grasa de las alimentos. Los elotes se asan hasta que se ponen moraditos, después se les echa limón y un poco de chile piquín, insistió. Esa noche mi abuela hizo una fogata en el patio trasero, asamos elotes, yo me quemé la mano y al final, ella se quedó bebiendo tequila en una silla a la intemperie, con un chal cubriéndole las piernas.

Al día siguiente, comimos un panqué de elote delicioso y yo amé a la vieja por vez primera en la vida. Ese día conocí a mi primo Toño, cinco años mayor que yo. Nuestros padres eran primos pero no se veían desde años atrás, cuando mis tiíos se marcharon a un pueblo en San Luis Potosí.

Toño pasó un par de semanas con nosotros, mientras sus padres conseguían casa en el DF. Él me enseñó a andar en bicicleta y a usar resortera. Me decía que en su "tierra" todos eran expertos en las pedradas a las lagartijas. A mí la resortera no me llamó la atención, pero me gustaba que dijera "en mi tierra", porque se me hacía una palabras más propia de mi abuela.

Tras aquel primer contacto, sólo volví a ver a Toño una vez más. Yo iba en secundaria y a él comenzaba a dibujársele una barba definida y abundante. Fue durante una boda familiar. Nos reconocimos, saludamos y despedimos tras breves segundos. Años después, me enteré que había protagonizado un escándalo familiar tras declararse gay. A partir de ahí, las versiones se vuelven cofusas. Hay quienes dicen que lo corrieron de casa y que Toño agarró sus chivas y decidió no aparecerse nunca más. Otras dicen que se enamoró, y cierta noche llegó su príncipe azul en un caballo rosa a llevárselo, que ahora no viven acá y son felices.  Yo prefiero quedarme con esta historia. No porque sea un final feliz, sino porque no imagino un mal destino para quien me enseñó a andar en bici.

Sin embargo, mi abue, la de los elotes, y que ahora es una anciana enjutísima que sigue dumiendo de vez en vez al aire libre con algún alcohol en la mano, no hace mucho me contó que a Toño sí lo habían echado de casa, que se fue a vivir con su "puto" (dijo mi abuela) y que ahí, a los pocos días, se había ahorcado con una toalla.

Hace mucho que no ando en bicicleta. Pero esa vez, tras platicar con mi abue, salí a pedalear toda la noche. Desde entonces pienso que la vieja es una cabrona mentirosa, o una anciana con los primeros síntomas de la demencia, cuando eso pasa también me imagino a Toño, diciéndome: "no dejes de pedalear, la clave está en no dejar de pedalear".

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Nos quedamos con la frase de Toño: no hay que dejar de pedalear.

dèbora hadaza dijo...

sí, definitivamente nos quedamos con la frase de Toño y a seguir pedaleando,