A propósito de los plagios literarios, un fragmento de mi cuento "Ladrón de dinosaurios", que pueden encontrar en el libro del mismo nombre. Editado por Ficticia.
En
la vida sólo he tenido un amigo y un enemigo, pero esos sentimientos tan
contradictorios encarnan en la misma persona. Primero y durante muchos años fue
la amistad, después el odio. Creo estar
en lo correcto, otros en mi situación harían lo mismo. ¿Cómo no declararle la
guerra a quien ha obtenido fama y respeto a costa de uno?
El
hombre al que me refiero ha dado la vuelta al mundo, concede muchas entrevistas
y vive cómodamente gracias a mí. De mí obtuvo la idea que lo llevó al éxito, si
no me hubiera conocido, si yo no le hubiera brindado parte de mi vida, él sería
un perfecto don nadie. Pero hoy en día parece que todos conocen su nombre, y
digo parece, porque yo no pertenezco al mundo de las letras y, por lo
tanto, no me muevo en esos círculos de
petulantes. Su nombre es Augusto y su apellido Monterroso, mi enemigo, culpable
de escribir el cuento de El dinosaurio, a costa mía.
Mi
acusación tiene fundamentos y para demostrarlo me remontaré a la época en que
los dos éramos unos patojos guatemaltecos. Lo conocí cuando nos comenzaba la
pubertad pero aún teníamos cara de niños y actuábamos como niños. Porque
antes era diferente y a los trece años
uno todavía jugaba a cosas inocentes y no tenía malos pensamientos.
Éramos
vecinos y comúnmente nos juntábamos en mi casa. Las horas se nos iban jugando a
la pelota en mi jardín o atrapando insectos para luego inspeccionarlos, porque
desde entonces a mí ya se me veía la vocación por los animales, mientras que
Tito se limitaba a hacer lo que yo le pedía, porque eso de escribir le vino
después, cuando ya le dio por chupar las ideas y las historias de los otros.
Pero
seré concreto porque tampoco voy a detallar todo lo que le di, los balones que
nunca me devolvió ni las innumerables veces que el mal agradecido comió en mi mesa. Contaré el trágico momento del
plagio que lo haría famoso y las consecuencias que esto traería en mi vida.
Fue
una noche que un compañero escolar nos invitó a una fiesta de disfraces. Tito y yo nos preparamos en mi
recámara, nos vestimos y desvestimos varias veces tratando de improvisar un
disfraz que nos hiciera dignos de admiración. Escudriñamos en mi armario y en
el de mis padres, en la cocina y en el sótano. Y por fin, cuando decidimos
forrarnos el cuerpo de papel aluminio simulando una armadura de caballeros
míticos y asirnos unos cuchillos de cocina cual espada de guerrero, nos
sentimos satisfechos. Pero como siempre, la inseguridad de Tito nos detuvo por más tiempo. “Ya parecemos guerreros pero
necesitamos una bestia para hundirle nuestras armas” Dijo. ¿Una bestia?
Pregunté. Mi amigo era un caprichoso y estaba dispuesto a llevar las cosas
hasta su última consecuencia si no se le prestaba atención. “Sería ridículo llegar de
caballeros con armadura y no representar una batalla” Continuó. ¿Y de dónde vamos
a sacar a nuestra bestia? Y apenas
formulé aquella pregunta, ambos dirigimos la mirada al tapete donde se hallaba
dormida Canela, mi perra.
De
inmediato le quité la pantalla a mi lámpara y se la coloqué a la Canela en el
cuello tras unos forcejeos de por medio. La perra realizó un par de intentos
con las patas para quitarse aquel objeto, pero ya había hecho costumbre pues no
hacía mucho el veterinario le colocó una férula en su extremidad y también un
collarín muy parecido para evitar que se mordiera el vendaje. Después, le
adornamos su collar con papel de china
simulando unos picos. En la cola le amarramos un recorte de cartón
parecido al de una punta de lanza. Una hora después, salían de mi casa dos
guerreros con armadura acompañados de una bestia idéntica a un crío de dragón.
La
fiesta fue típica de Guatemala: comimos fiambre, bailamos un poco y los mejores
disfrazados se esforzaban por actuar su personaje. Fue entonces cuando Tito insistió con lo de representar una
batalla. “Yo
amago a la Canela con el cuchillo, la enfurezco y comenzamos la pelea, mientras
tu subes a la barda y cuando la perra me tenga en el suelo le saltas encima y
finges matarla”
Maldita la hora en que le hice caso. Salí de
la fiesta, di una vuelta a la manzana y escalé la barda de un terreno baldío
que colindaba con el jardín donde se llevaría a cabo nuestro espectáculo.
Cuando
asomé la cabeza no se oía ruido, pero supongo que Tito vio una parte de mi
cabellera y comenzó a gritarme algo que no entendí. Decidí arriesgarme a echar
a perder el numerito y ver qué sucedía. Asomé medio cuerpo por la barda y Tito
me gritó algo que seguí sin comprender porque todos estallaron en risas, con
las piernas temblorosas me paré en la barda para intentar descifrar lo que mi
amigo decía. “Ya
no se puede hacer nada, la Canela se escapó tras de ti” Dijo Tito y al momento de su
frase, la perra ladró en el lote baldío y cuando volteé a verla, me
desequilibré, caí de costado y perdí el sentido.
Me
dieron alcohol para reaccionar y mi madre fue a recogernos en el auto. Tito y
yo atrás, la Canela de copiloto. Durante el camino mi amigo traía una cara de
risa mal lograda, de querer carcajearse y no hacerlo por respeto. ¿Qué fue lo
que pasó? Ya sabes lo que pasó, le contesté. “Mejor dime tú cuanto tiempo estuve desmayado,
qué hicieron cuando vieron que me caí”
Pues nada, que nos vamos corriendo a darle la vuelta a la calle, pero cuando
llegamos ya no estabas desmayado, te veías como aturdido pero bien vivito” Me dijo y después volvió a
preguntarme: ¿En qué pensabas cuando te desmayaste? “Como se ve que nunca has
perdido el sentido, uno no piensa nada”
¿Y entonces? “Entonces
qué – le contesté- pues nada, que cuando desperté, la Canela aun
estaba ahí…Ahhh
dijo el plagiario y se quedó pensativo.