Hace tiempo que no escucho flamenco o tango en vivo. El asunto me molesta porque últimamente me sobran pretextos para emborrachar, y ninguno de estos ha tenido a bien llevarme por los etílicos rumbos de la milonga o la bulería.
Con el tiempo, he convivido de cerca con bailarines de ambos meneos. Al final, sus actitudes, mañas y formas acaban marcándoles el rostro. Por un tiempo me gustó pensar que las mujeres que me vuelven estúpido podían clasificarse en gitanas o gardelianas.
El flamenco es un baile de tierra, el tango lo es de aire. El primero despierta al Duende con los feroces llamados de los tacones sobre la tierra; el segundo lo hipnotiza con el curvilíneo desplazamiento de las piernas danzantes.
El flamenco es un baile de fuego, el tango lo es de agua. El primero corrompe la calma chicha con los flamígeros dedos sobre una guitarra; el segundo fluye como el llanto amoroso en la media noche de un badoneón.
Las gitanas explotan apretando el cuello, atrayendo con las uñas; las gardelianas lo hacen exhalando un vaho que se vuelve burbuja, un lamento apenas dibujado.
El pedo es que últimamente parece gustarme el breik dans. Así de barbas.