martes, 30 de diciembre de 2008

1,2,3,4

Me gusta contar, contar hasta mil o hasta el infinito, contar los números primos o las primas vacacionales, contar, sumar, adicionar, mantener los días congestionados de números, de fechas o teoremas, de qué numero calzas y cuántas calorías, qué hora es en Madrid y dime tu teléfono.

La desesperanza es la ausencia de números, pienso.

Recuerdo el día que se paró desnuda sobre la cama para verse en el espejo. Abrió las piernas y sacó el vientre, se tocó las lonjas con asombro. Me pidió que le midiera el busto y las caderas y la panza y las piernas. Y yo lo hice con entusiasmo. Y medí y desmedí y deduje e inventé.

Supe que su pierna corta era la derecha.

Hace tiempo fui al desierto con dos compas. Tragamos honguitos y yo no paré de hablar con los números. Primero me saludó un número Nueve, que en realidad era Una número Nueve, muy sensual aunque recatada. Hablamos de poesía, de poesía mexicana, de Los contemporáneos, de Salvador Novo, de Villaurrutia (que también se apareció, le dije que lo admiraba y me quiso coger, tuve que golpearlo) al final, Nueve se marchó sin avisar. También hablé con un número Siete y con un número Dos. Ambos de charlas insípidas pero aspecto de carnaval. El Diez llegó con su tacuche de Romano, Diez Romano, una equis imponente, torpe, pero imponente.

Cuando aterricé del viaje vomité un chingo de veces, no las conté, pero más de diez seguro.

Pon tu pie aquí. Dónde, preguntaste. Aquí, en esta línea. Para qué. Nada más, quiero saber cuántos pies tuyos se necesitan para llenar la habitación vacía. Estás loco, sonreíste. Anda, pon tu pie. No servirá de nada. Ya verás que sí, quieres apostar, pregunté. Las apuestas no me gustan, son cosas del diablo. Las cosas del diablo son nuestras cosas, sentencié.

Me gusta contar, contar hasta mil o hasta que sus pies llenen las habitaciones, sumar o adicionar los números que bailan en una fiesta sicodélica, mantener los días atiborrados de sus medidas y de tus medidas y de las medidas de todas las mujeres del mundo, y que sus piernas midan lo que miden las apuestas o los teoremas o las calorías o las llamadas a Madrid, quiero vestir a la desesperanza con un traje negro de diez romano, imponente, torpe, pero imponente.

viernes, 26 de diciembre de 2008

Napolitano

La fauna de la colonia Nápoles es variada y singular: ejecutivos bien pagados con loft´s minimalistas color surimi, nenas con pechuga y camioneta nueva cuyas habilidades enrojecen a unos y agradecemos otros, familias bien portadas en casonas con candelabros y relojes cucú, pintores que confunden la escatología con lo new age, poetas de a peso que escribimos en blogsitos…

Pagué 700 morlacos por la mudanza. Fue barata por dos razones: llevaba pocas cosas porque doné y vendí otras cuantas, y porque el viaje, después lo supe, conllevaba riesgos. El camión de la mudanza tardó 20 minutos en entrar a mi calle y 30 en salir (se conjugaron factores; un mega camión del que ocupé el 5% del espacio y una calle angosta). Era un armatoste oxidado que caminaba de milagro. A las tres calles, en plena avenida Cuauhtémoc, se jodió la dirección y obstaculizamos el tráfico durante 40 minutos.

-Usté no se preocupe patrón, orita mando traer otra troca, aguante.
-Ora pues Don, haga lo que tenga que hacer (que filosofía la mía), voy a la esquina por un gueitoreid que la cruda me está matando lentamente (que poesía la mía), si se endereza la chingadera trépese y pise el acelerador que seguro lo alcanzo corriendo (uy sí).

La Nápoles es una colonia más fría e impersonal que mi ex barriecito la Narvarte. La amplitud y limpieza aparente (hay nidos de ratas estratégicamente hospedados) de sus calles la vuelve un barrio un tanto insípido y ahuecado.

Dijo el casero, que desde mi nueva habitación se escucha el barullo de la plaza de toros cuando hay temporada grande. También dijo que hallar un lugar de estacionamiento durante esos días es imposible. A mi llegada, él no para de hablar y sugerirme algunas cosas que podrían facilitarme la vida en el barrio. Yo me limito a preguntar por las marcas de cerveza que venden en el Superama y calcular mentalmente el número de invitados que el depa puede aguantar sin venirse abajo. Primeros cálculos: 8 invitados sobrios 4 muy ebrios. Segunda aproximación: 6 invitados muy briagos, o bien, 13 muy pachecos y quietesitos (las combinaciones son infinitas).

Acomodé reacomodé moví subí bajé deslicé magullé los muebles hasta que todo pareció tener un orden aparente. En ese momento sólo dos cosas no encajaban: el refri bajo la regadera y tres lámparas en la cocina. Decidí entonces abrir una botella de vino y en cuarenta minutos solucioné el asunto: el refri a la entrada (una bienvenida poco cálida, excepto si al visitante le gusta la cerveza) y las lámparas a la basura (un conflicto personal y literario con el siglo de las luces).

Ya encontré el lugar de la casa donde voy a escribir, ya encontré también el lugar donde voy a beber, (que está a 70 cm de donde voy a escribir) y el lugar donde voy a fumar (que está a un punto equidistante entre los dos anteriores). Eso, por el momento, es lo que importa.

Besos Istéricos.

domingo, 14 de diciembre de 2008

Se Renta

1
Hace tres navidades al camión del gas se le ocurrió unirse sin reparos al maratón virgenmorena-rosca con wisky y tuve que bañarme durante tres semanas con agua para enfriar cervezas. Poco después cogí mis chivas, despegué mis chicles de aquella mesa, fumé el último porro y me tocaron las golondrinas mientras arrancaba la mudanza, no saben, gran momento.

Hace una semana no hay gas. Me he bañado con agua cuya temperatura ennegrece las uñas, me arranca mínimo tres suspiros y varios arrepentimientos durante el shampú, un puñado de mentadas de madre durante la enjabonada y pensamientos de suicidio o agresión al prójimo durante el enjuague.

No voy a comprar el gas. Empezaré a empacar los libros, me encanta empacar libros porque se vuelve inexorable echarles una releída a uno y a otro y a otro más, hasta que la actividad acaba comiéndose una tarde y su respectiva noche y quizá dos noches, y sólo cuando ves las nueve o diez cajas de libros apiladas en el pasillo sabes que no hay retorno.

2
Una ocasión, hace como cuatro mudanzas, me tocó un mudancero que me cobró bien baratísimo y se fue todo el camino como a ciento veinte mientras se echaba su mona de cinco mil. Yo la neta ni me puse loco y encendí un porro. Acabó reventándole su madre a mi estufa mientras yo me cagaba de risa. En fin, cosas que suceden bajo los efectos de las drogas malignas.

Una ocasión, hace como dos mudanzas, transporté a mi piraña en la parte delantera del auto.
-Uy, joven, por qué va tan cargado, mire, se le van saliendo los sillones por el parabrisas, jeje, jeje, jeje, jeje, muéstreme sus papeles.
-Uy oficial es que fíjese que se acabó el gas y entonces mestoy mudando.
-Entiendo, entiendo - dijo, cosa que me hizo pensar que era un buen tipo.- ¿Qué lleva ahí delante joven?
-Es una piraña.
-Uy joven, pero ora sí que ya se puso feo esto, las pirañas están protegidas por la asociación protectora de pirañas....y además su licencia...

3
Toda.mudanza.es.un.exilio.doméstico. existe.la.patria.del.cielo.raso.los.himnos.del.grifo.del.lavabo.o.de.la.cocina.las.fronteras.imaginarias.los.rincones.que.muy.pocas.veces.exploramos intuyendo.quizá.que.las.telerañas.contienen.al.olvido.y.la.araña.edifica.en.cada.esquina.una.arquitectura.de.momentos.que.habrá.de.sucumbir ante los.nuevos.inquilinos.y.sus.nuevos.angulos.mudo.canto.que.deja.su.huella.
Así de barbas.

sábado, 6 de diciembre de 2008

A manera de despedida

Llegué al taller de literatura que Raúl Parra daba en la unam, por ahí del 2002. La verdad es que, para entonces, yo había transitado ya por varios talleres de esos que forjan falsas esperanzas y amoldan los pensamientos a la forma del soneto o la corrección gramatical.

Encontré el taller de Raul Parra, y a Parra mismo, en un momento agradecido de mi vida. Raúl era el tipo de tallerista que no se obsesionaba por los gerundios ni leísmos, por los verbos mal conjugados ni los excesos de adjetivos. Raúl no enseñaba a escribir, más bien lo contrario, te mostraba cómo desandar los pasos, cómo desaprender lo que mediana y mecánicamente habías aprendido, sus críticas apuntaban siempre a lo inusual, a los pequeños detalles que, bajo su astucia, se volvían paroxémicos.

Por aquel entonces, Raul Parra era ya una institución, pequeña y desobediente, raídona y andariega, pero institución al fin, desde cuya trinchera en la facultad de ciencías políticas, algunos comenzaron a forjar versos y párrafos de manufactura nada desdeñable. Me uní a Los Parrianos motivado por su potencial de juerga, no por sus horizontes literarios; aunque nunca supe diferenciar bien a bien cuándo nos encontrábamos en uno, y cuándo en otro. Con ellos, las parrandas adquirían dejos de coloquio o recital; y los talleres eran salpicados por la cerveza o la informalidad.

Raúl Parra usaba el cabello hasta los hombros, llegaba al taller montado en bicicleta (para lo cual recorría unos 20 km), fumaba Delicados, había sido premio nacional de poesía Alí Chumacero, a las mujeres les decía "queridas" y a los hombres nos miraba con el rabillo del ojo, siempre con respeto, nunca con desdén.

Los tiempos parrianos fueron aquellos en los que llegábamos enmascarados a los recitales y seleccionábamos, con facilidad que ahora me averguenza, las presentaciones de libros que daban el vino más colorido o el canapé más voluminoso. Algunos publicaron sus primeros versos con la anuencia de Raúl, muchos supieron lo que era talachear un verso gracias a Raúl, y otros, los más, sepultaron sus ilusiones tras las críticas despiedadas en su taller; toda su poesía estaba cargada de energía oscura, eran los versos negros que eclipsaban el soso resplandor de la poesía new age, de esa que se publica cada mes en las revistasbienchingonas de la intelectualidat.

Raúl Parra falleció esta semana, tenía apenas 50 años y llevaba un par de ellos reventándose la madre con una enfermedad de nombre raro; había perdido las piernas y un brazo, por lo que sustituyó la bicicleta por una silla de ruedas de esas con palanquita de velocidad y motor de carro chocón: una estampa parriana, sin duda.

Un final más de temporada. Así de barbas.