miércoles, 2 de julio de 2008

El asunto es no morirse

Hace poco leía un artículo sobre física cuántica, esa ciencia de sabios que hermana con lo divino y evoca imágenes de estarguars y ecuaciones de pizarrón completo. Algo en todo aquel debraye temporo-espacial me hizo pensar en la eternidad, y en la encarnación de ésta: la inmortalidad.


Nunca me habían interesado las ondas Jailender ni los motivos de Dorian Grey. Pero en esta ocasión me enganché con el tema, quizá porque hace tiempo que tengo conflicto con el tiempo. Pienso cosas como que la edad de la gente no cuadra con sus actitudes, que los ciclos vitales están desfasados por rutinas arbitrarias, que los minutos se aceleran y paralizan por una gracia cósmica inentendible y sólo percibida por ciertos objetos terrenales, como los columpios.


Pero regresemos a los asuntos de ser mortal o inmortal, porque ese, aunque no lo parezca, es el dilema. La sola idea de enfrentar una vida inacabable me agota, pero tanto nihilismo puritano y soso que a veces acompaña mis occidentales días me resulta tan, o más patético, que aferrarse a una tabla de salvación emocional.

Aclaro: estoy tentado a dedicarme seriamente a la búsqueda de la inmortalidad, o ya de mínimo, a la reencarnación en un futuro no muy lejano al día de mi muerte. Se que la confesión tiene aromas de aquelarre, y eso me agrada, aunque no es la motivación central de mis inquietudes.

Lo que sucede es que estoy convencido que el insondable hueco existencial que nos enfría la nuca a muchos de nosotros, está estrechamente relacionado con la necesidad de verlo, quererlo y esperarlo todo en el aquí y el ahora; sin una esperanza de futuro más allá de la vitalidad de nuestros huesos.

Quiero imaginar que voy a vivir por siempre. Y no me importa. Así de barbas¡