jueves, 25 de junio de 2009

The roaches have no king

Hace algunos años compartí el espacio vital con una colonia de cucarachas. Aunque se paseaban de forma más o menos campechana por todo el depa, no había duda que el cuartel central, el búnker, se hallaba en la cocina, tras el fregadero.

No supimos bien a bien cuándo nos ganaron la batalla, cuándo nos dimos por vencidos, pero en algún momento tanto mi Rumi como su Servilleta comenzamos a cederles terreno, a aceptar la supremacía hexópoda sobre nuestra vulnerable y lenta existencia en dos patas. Dejamos, por ejemplo, de cocinar en casa, de usar el refri.

Hubo intentos, más bien escaramuzas, para derrotarlas. Pero su velocidad de reproducción y nuestra lentitud para sanitizar la casa acababa con nuestro ya de por sí, escaso ímpetu. En pocos meses nos apalearon. Empezaron a salir de todas las esquinas, volteabas la cabeza y ahí estaba una pequeñita Blatela Germánica (supe que eran germánicas mucho después, cuando leí la novela del neoyorquino Daniel Evan Weiss que da título a este post) moviendo las antenas, pegada a alguna costra de alguna gota de cerveza derramada días antes en el suelo.

Un día nacieron varias dentro del horno de microondas. Supongo que la mayoría salió por los orificios que dan aire al motor cuando aún eran muy pequeñas. Pero una de ellas quedó atrapada y vivió ahí por muchos días.

Cuando las cucaracha nacen son blancas, pero apenas tienen contacto con la luz comienzan un proceso de muda donde se oscurece y fortifica la piel. Pero Mi Cuca tardó mucho en ver la luz, o quizá fue la radioactividad de su hogar (nunca dejamos de hacer palomitas, eso nunca), el asunto es que la cabrona creció albina.

Era algo hermoso invitar a los cuates a que vieran la Cuca atrapada en nuestro horno. Además, cual géiser turístico, la Albina nunca defraudaba a sus visitantes. Sólo era necesario prender el aparato y ella, puntual, acudía al encuentro. Le gustaba posarse en la puerta, atrapada entre un cristal y otro, dejando que la luz del horno pegara directamente en su cuerpo, lo que era un plus, porque permitía al visitante obervarle las entrañas.

Un día tuvimos que marchanos y ni si quiera fue por ellas, de buena gana me las hubiese llevado conmigo, pero atraparlas es complejo. No hubo despedidas ni reclamos. Antes de subirnos con el mudancero tiramos el horno a la basura, y ahí estaba ella, viendo al sol por vez primera.