jueves, 14 de julio de 2011

Historias de gatos: Feliz nuevo milenio


La madrugada del último 31 de diciembre del siglo XX, mi amigo Gerardo Fuentes, alias “el cucaña”, subió a su auto para viajar poco más de diez horas y pasar el año nuevo con sus padres. Lo acompañaban sus 5 gatos: Rox, Belém, Rayas, Pietro y Colado.

Cinco transportadores de gato en un Chevy Monza: cuatro en la parte de atrás, uno adelante. Rox, la de mayor jerarquía, iba de copiloto, con la ventana abierta, disfrutando del viento detrás de los barrotes. Belém y Pietro, pegados uno en cada ventana en el asiento de atrás. En medio iban Rayas y Colado.

Para llegar de casa del Cucaña a la de sus padres, es necesario tomar una carretera de dos carriles cuya recta interminable corta una parte del desierto mexicano. Dice el Cucaña que las primeras tres o cuatro horas de viaje todo había salido de acuerdo a lo programado: maullidos intermitentes, frío y una velocidad constante arriba de los ciento cuarenta km.

La primera ráfaga de olor a mierda por poco lo hace vomitar, y aunque en un principio creyó que se trataba de un animal muerto cerca de la carretera, muy pronto supo que uno de los gatos se había zurrado. Se orilló en el no-acotamiento sólo para comprobar sus sospechas con una pequeña variable: no se había cagado uno, si no dos gatos.

Las jaulas de Belém y Colado desparramaban los líquidos de una infección intestinal felina.
El olor era insoportable para continuar, y a Cucaña le pareció buena idea, o quizá más que buena idea le pareció necesario, buscar un sitio para limpiar el desbarajuste. Antes, había que resolver un dilema logístico: qué hacer con dos gatos batidos mientras pasaba jabón y agua por sus jaulas.

Para pensar, Cucaña sacó de su maleta una bolsa de marihuana y se forjó un porro, esperando que las caladas dieran la respuesta. Y así fue. Mientras fumaba recargado en el cofre del auto, decidió que primero sacaría a un gato, lo limpiaría y después lo metería junto a otro en la misma jaula. Posteriormente haría lo mismo con el otro gato.

Para ello tuvo que aguantar el hedor cuarenta minutos hasta encontrar el oasis que significa cualquier toma de agua en el desierto. Ni a Belem ni a Colado parecía importar su antihigiénica circunstancia y dormían agradecidos sobre una fina capa de mierda. Rayas y Pietro estaban más incómodos con la situación, pues de vez en vez movían la nariz con celeridad y después maullaban. Rox, como siempre, sólo se interesaba por ella y la hidratación de su pelaje.

Llenó de agua un recipiente que en otras ocasiones había utilizado para gasolina. Se fumó otro porro y decidió comenzar la operación antes de que la tarde cayera a pleno. Sacó a Belém de su jaula y aprovechó la pasividad de ésta para limpiarla con un trapo remojado. Después la metió a compartir habitáculo con Pietro. Entonces, cuenta Cucaña que pensó que todo estaba bien, y después pensó también en el año nuevo, y de paso reflexionó sobre la vida, el desierto y las rectas interminables en las que aparentemente nada ocurre.

Cuenta Cucaña que cuando tocó el turno de limpieza a Colado, el sol salió “como retando al invierno”, y mientras esto sucedía, de alguna u otra forma, atribuible quizá a los efectos de la mota, a la rebeldía felina o a los caprichos del destino, el gato soltó un mordisco y, una vez en el piso, echó a correr en dirección contraria a la ruta planeada.

De inmediato, mi amigo fue tras él. Y de inmediato supo que llevaba las de perder. No había objeto alguno al cual pudiese trepar el gato, ni un árbol, ni una casona perdida como en las películas de terror; pero aún así, el Cucaña tenía las experiencias de vida suficientes para saber que alguien, cualquiera, puede perderse en el vacío aunque lo estemos viendo.

Pero Colado nunca desapareció de su vista, simplemente, cuando se cansó de correr, comenzó a caminar, y para cuando se cansó de caminar, el Cucaña ya llevaba muchísima distancia de desventaja y también estaba cansado.

Ahora el dilema era dejar que Colado continuara alejándose con riesgo de perderlo de vista, o ir tras él y dejar al resto adentro del auto con el seguro de las puertas arriba y en medio de una carretera donde de vez en vez aparecía algún auto o transporte de carga. Decidió lo primero y continuó caminando tras el felino que, a paso lento pero constante, se alejaba del Chevy.

Llegó un momento en que el auto desapareció del horizonte, y tanto gato como hombre, decidieron sentarse a tomar un descanso, separados entre sí, por los metros suficientes para que Colado se escabullera ante cualquier intento formal por capturarlo.

Cucaña quiso llamar por teléfono pero no contaba con el saldo suficiente para que salieran las llamadas. También quiso no haber salido de casa aquella tarde y recibir el nuevo milenio viendo una agradable película en casa. En algún momento se recostó a orillas de la carretera sin perder de vista al gato, y se quedó dormido.

Despertó sobresaltado por el claxon de un tráiler que transportaba cerdos. El estruendo también había despertado al gato, quien, aún modorro, parecía ya no tener ganas de huir y se dejó agarrar sin mayores esfuerzos.

Cucaña vio la hora supo que era demasiado tarde para llegar a tiempo y recibir el año en casa de sus padres. Así que decidió regresar a casa. En el auto se respiraba otro ambiente, aún con ligero tufo a mierda, pero sobre todo, a la intemporalidad que preña todo ambiente felino. Rayas, Belem, Pietro y Rox, descansaban en ese otro desierto llamado jaula.

Metió las llaves y el auto no encendió. Estaba muerto como se mueren los autos sin batería, los autos que se quedan con el radio y las intermitentes palpitando horas, en medio de la carretera, un 31 de diciembre con la oscuridad acechando los últimos instantes de luz.

Fue entonces cuando Gerardo Fuentes alias el Cucaña, tuvo ganas de llorar, ganas que le duraron poco y de inmediato permutaron a la rabia, de esas rabias que empiezan en las piernas y se echan una siesta en el estómago. Después pensó que un problema de batería puede arreglarse con buen individuo que detuviese su camino un 31 de diciembre en la noche a mitad del desierto para pasarle corriente. Así que dejó de lamentarse y salió del auto a pedir asistencia. Veinte minutos después regresó con el dolor del frío y la incertidumbre en la piel. Durante ese tiempo pasaron tres autos, todos ellos conducidos por hombres que ni siquiera voltearon a mirarlo.

Tenía hambre. Y los gatos comenzaban a maullar seguramente por la misma causa. Había croquetas suficientes y una barra de granola en la guantera. Una promesa de cena de año nuevo poco consistente, sobretodo si el camino se ha saturado de periplos y desesperanzas.

En el desierto se puede recibir el nuevo milenio un par de horas antes o un par de horas después, poco importa, así lo pensó Gerardo, que para la diez de la noche había dado de comer a los 5 gatos y se había atragantado de una mordida los 125 gramos que contenía su envoltorio. Después se hizo un cigarro de marihuana y lo fumó completo de una sentada. Varios automóviles continuaron pasando de vez en vez, pero él ya no hizo por detenerlos.

Llamé a su teléfono minutos después de la media noche. Contestó una voz adormilada que correspondió a mis felicitaciones con gruñidos y la narración de la historia que acaban de leer.