miércoles, 30 de julio de 2008

5:42

Hay etapas de mi vida en que el insomnio me envuelve todas las noches. Nótese el verbo "envolver", porque hay a quienes el insomnio sorprende, ataca, perturba, seduce...a mí me envuelve, arropa, encapsula.

Vivir en la burbuja del insomnio obliga a generar empatías con la noche, sobre todo con la noche profunda, momento en que los relojes marcan el climax de toda pesadilla, ese tiempo sin grillos ni dueño por el cual me muevo, a tientas pero lúcido. Me gusta tanto la noche que he llegado a ser indiferente con las mañanas, y así como para muchos el afiebrado canto de algún avechucho por la mañana simboliza vitalidad o provoca alegrías, para mí, el silencio de la nadanocturna es un preludio de fertilidad. Todo nace y todo se crea en la noche, el mundo se arma y desconfigura en diez minutos cruciales, de oscuridad apabullante.

Ayer el sueño me asaltó (porque ese sí me asalta y se invita solo) cuando el alboroto diurno comenzaba a ser evidente: tacones, regaderas, portezuelas. Y eso me agrada. Y duermo a lo más cuatro horas. Y tengo ojeras y todos dicen que voy a desaparecer y yo pienso simplemente que es parte de vivir la noche y fumar mientras tu duermes y beber mientras tu sueñas y reconciliarte y reconciliarme mientras te persigue un perro en tu pesadilla y mientras yo camino por las calles de la narvarte tu sudas las sábanas. Es simplemente eso. Subirse a la mano de la noche.

Así de Barbas.