Llevo días regresando a la esencia del mundo blogueril, perdiéndome entre un click y otro, andando los laberínticos espacios de las letras en la red, perdiéndome entre comentarios que me llevan a entradas que me sugieren enlaces que me abren nuevos nombres.
Si hay algo que abunda en las bitácoras personales son fotógrafos y escritores. Supongo que es lógico, de alguna forma tanto la imagen como la palabra son dos vehículos ideales para estos rumbillos virtuales. En el caso de las letras y los (i)letrados, la situación se torna divertida.
Si hoy hiciéramos un Censo de Poetas y Cuentistas Virtuales, que registrara a todos y cada uno de los que se dicen escritores o escriben literatura en la red, sin importar la calidad y en mero ejercicio cuantitativo, la cifra podría alcanzar varios dígitos.
Me gusta pensar en una República de Poetas, imaginar que la cajera del super escribe versos por las noches, que el ejecutivo de la agencia de Peugeot hace haikus con su Mont Blanc en una Moleskine; que la burócrata cuarentona elabora rimas en los manteles del Vips, que el adolescente taciturno usa la fina capa de polvo de un automóvil para soñar con palabras.
Si los versos de los ciudadanos de la República de Poetas no tienen los tamaños para candidatearse al nobel o publicarse en alguna editorial de papel, eso, es cosa menor y que sólo precuparía a algunos académicos y defensores de una pureza y establishment que a estas alturas comienza a oler a rancio.
Que bueno que existen los libros y que podamos seguir oliendo los versos a la par que los leemos; que malo que el libro signifique un estatus, un escalafón innecesario cuando la realidad se desborda y nos carcome desde diferentes trincheras.
En la República de Poetas los versos deberían estar presentes en la sopa y en la alberca, en los condones y en las funerarias, en las bandas presidenciales y en las cachas de los pistolas. El mundo sería infinitamente más habitable. Así de barbas.