martes, 24 de agosto de 2010

Una novela mexicana (fragmento)


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Ana fue mi alumna durante un curso de postgrado. Antes de casarnos hacíamos el amor en las aulas de la universidad. Era siete años más joven que yo y siempre tuvo muy claro que en su vida se casaría y divorciaría varias veces, de ahí que ni ella ni yo nos sorprendiéramos cuando el matrimonio se fue al carajo.
Fue un asunto relativamente fácil. Ella tenía una increíble capacidad de supervivencia, por lo que detectó con facilidad los síntomas de mi agonía espiritual y supo marcharse a tiempo. En realidad, compartíamos muchas cosas, pero yo las llevaba al límite, mientras ella solía remojarse los pies en la orilla de la levedad.

También era alcohólica, también pensaba que el mundo era más insípido de lo que algunos proclaman con sus cantos de vida y optimismos de baja estofa. No tuvimos hijos aunque en algún momento estuvo embarazada. Lo perdió sin causa aparente. Yo me sentí aliviado y nunca pretendí fingirlo. La idea de criar un hijo me parecía poco atractiva.

Las cosas entre nosotros se fueron a pique sin aspavientos y de manera tajante, como una avalancha silenciosa. No fue, sin embargo, una separación rápida. Su contundencia radicó en el ritmo necesario para que no cupiese la duda, el titubeo. Pudimos haber escrito un manual del perfecto resquebrajamiento. Pasamos del reclamo sutil a la indiferencia más obvia, y por lo tanto, perfecta. De la infidelidad ocasional al engaño ordinario y de ahí a la estúpida locura del enamoramiento prohibido. 

Una noche Ana no llegó a dormir y no sentí la necesidad de averiguar la razón de su falta. A la siguiente noche tampoco llegó. Y así cuatro o cinco noches más. No hacía falta ser un genio para saber lo que estaba sucediendo y lo que estaba por venir. Nunca me preocupé, aunque estaba consciente  lo que significaba aquello en todos los planos.

Una semana más tarde se marchó. Le ayudé a empacar sus cosas. Doblamos la ropa antes de meterla en las maletas, también acomodamos en una caja algunos enseres domésticos por los que Ana tenía cierta predilección o necesidad impostergable. Subimos las cosas a su camioneta y se fue apenas dedicándome una mirada de agradecimiento.

Mantuvimos comunicación frecuente hasta que, como todos, optó por buscarme sólo en las navidades o días especiales. La última vez que supe de ella estaba por casarse de nueva cuenta.  Quedó en enviar la invitación a la ceremonia y el festejo, pero no lo hizo. Mejor así.

2 comentarios:

Débora Hadaza dijo...

me gustó otra vez

.. Âtipik Fräulein.. dijo...

Y que mas sera de tu vida sin la presindible Ana.